"Esto parece una historia de Murakami", me dijo F, uno de mis mejores amigos, un tipo fornido que acaba de descubrir su vocación de artista plástico, al empujar, con todas sus fuerzas, el Buda de piedra que G y yo teníamos que recoger en la casa de su madre, próxima a cambiar de dueño. El caserón, de vidrios amplios y un jardín de piedra volcánica, fue la última morada del padre de G, quien le regaló el monolito de orejas colgadas después de que él se compró una rana petrificada. Pero estábamos ahí, F, G y yo, para meter al auto, al Buda de unos 50 centímetros apenas, pero con un peso calculado de 100 kilos y decenas, cientos de recuerdos.
La estatua, sonriente, de esos Budas felices, más símbolo de goce carnal que plenitud espiritual, moraba sobre una escalera. De ahí al auto, un Platina 2003, había apenas 17 pasos que, en realidad, sumaban un abismo. Intentamos de todo. Levantarlo sin una hernia era imposible. Entonces el Buda nos retó: para elevarlo, para que G se llevara ese pedacito de vida consigo, debíamos aplicar sabiduría, paciencia. Encontramos unas cajas repletas de comida caduca, empaques y latas y botellas con etiquetas que nos regresaron a la niñez. Salsas de tomates cosechados décadas atrás, jarras de miel seca con apariencia de estalactita milenaria. Todo era quietud, todo era piedra. Acercamos el auto hasta el borde de la escalera y abrimos la portezuela al máximo. Después colocamos las cajas de cartón entre el semidios y el auto: un puente endeble de alimento tornado en basura por las carniceras leyes del tiempo. G esperaba dentro del auto, de seguro cerrando los ojos o mordiéndose las uñas. Sabía, como los sabíamos F y yo, que un paso en falso y la roca labrada caería sobre nuestros pies. No quedaría un hueso íntegro. Lo hicimos: el Buda pareció ayudarnos, levantar sus manos y dar una marometa. Casi pude escuchar su risa, casi pude ver sus músculos tensarse. Grité dos o tres groserías, como los hombres fuertes en las competencias de hombres fuertes que a veces pasan por la televisión. Después, en silencio, agradecí a Buda. G se quedó en la casa, su antiguo hogar, aquel que en sus piedras volcánicas y su enorme estancia guarda, guardó su pasado. Las risas, las lágrimas, las mascotas y los amigos y las Navidades. Necesitaba una despedida.
La estatua, sonriente, de esos Budas felices, más símbolo de goce carnal que plenitud espiritual, moraba sobre una escalera. De ahí al auto, un Platina 2003, había apenas 17 pasos que, en realidad, sumaban un abismo. Intentamos de todo. Levantarlo sin una hernia era imposible. Entonces el Buda nos retó: para elevarlo, para que G se llevara ese pedacito de vida consigo, debíamos aplicar sabiduría, paciencia. Encontramos unas cajas repletas de comida caduca, empaques y latas y botellas con etiquetas que nos regresaron a la niñez. Salsas de tomates cosechados décadas atrás, jarras de miel seca con apariencia de estalactita milenaria. Todo era quietud, todo era piedra. Acercamos el auto hasta el borde de la escalera y abrimos la portezuela al máximo. Después colocamos las cajas de cartón entre el semidios y el auto: un puente endeble de alimento tornado en basura por las carniceras leyes del tiempo. G esperaba dentro del auto, de seguro cerrando los ojos o mordiéndose las uñas. Sabía, como los sabíamos F y yo, que un paso en falso y la roca labrada caería sobre nuestros pies. No quedaría un hueso íntegro. Lo hicimos: el Buda pareció ayudarnos, levantar sus manos y dar una marometa. Casi pude escuchar su risa, casi pude ver sus músculos tensarse. Grité dos o tres groserías, como los hombres fuertes en las competencias de hombres fuertes que a veces pasan por la televisión. Después, en silencio, agradecí a Buda. G se quedó en la casa, su antiguo hogar, aquel que en sus piedras volcánicas y su enorme estancia guarda, guardó su pasado. Las risas, las lágrimas, las mascotas y los amigos y las Navidades. Necesitaba una despedida.
F y yo recordamos nuestra propia juventud de regreso al departamento que G y yo compartimos en una calle con nombre de dramaturgo español. F sostenía a Buda, que se apoltronó en el asiento trasero y enseñó los dientes durante todo el camino.
La sabiduría es ajena a la levedad. La sabiduría es densa, pétrea, inamovible.
El Buda seguirá sonriendo mucho, muchísimo tiempo después de nuestro último aliento.
La sabiduría es ajena a la levedad. La sabiduría es densa, pétrea, inamovible.
El Buda seguirá sonriendo mucho, muchísimo tiempo después de nuestro último aliento.
1 No comments?:
¿Una sobadita?
Yo digo que les faltó la sobadita y con eso el panzón de orejas (¿manboobs?) grandes hubiese transformado la piedra en pétalos que flotando en la suave brisa hubiesen llegado a su destino para convertirse de nuevo en un rechoncho con labios de artista porno.
Concuerdo en lo de Murakami...
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