16.3.08

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Bob Dylan: 15 polaroids

Por César Albarrán Torres



Mejor asentir ante la conjura de los necios: “No, Dylan no es el de antes”.

Y qué mejor.
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Bob no es el Bob de ayer, ni el de mañana: es, de manera tajante, el de hoy. Heroico vivir en el presente cuando todos te reclaman que seas el muchacho tímido que pedía chamba en los bares del Greenwich post-beat hace cinco décadas, armado de guitarra y armónica; heroico cuando un Auditorio Nacional atiborrado de hippies trasnochados, algunos pocos conocedores y muchos curiosos se pone de pie cuando apareces enfundado en un elegante traje vaquero, acompañado de una banda como salida de una película de John Sayles, y esperan que salga de ti esa melosidad que siempre evadiste, que tu instrumento sea una máquina del tiempo y los transporte a una época en que las respuestas parecían soplar, insolentes, en el viento.
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Bien lo dijiste: the times they are a-changin’. Pero esta gente, este ejército de encendedores, parece no entenderlo. Los incomoda verte diferente. Los violenta percibirte viejo y flaco y orgullosamente erguido; y verse viejos y gordos y añorando un pasado inasible...
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El primer concierto en la Ciudad de México abre con “Rainy Day Women”, el segundo con “Leopard-Skin-Pill-Box Hat”. Las canas de Bob escondidas tras el sombrero, las arrugas envueltas en la sombra. Sobre una de las bocinas, talismán dorado, el Oscar que ganó por “Things Have Changed”. Dylan arremete contra la guitarra con una vitalidad endemoniada, mientras su banda, compuesta por cinco prodigios, hinca el diente en las raíces musicales de Estados Unidos. Hay rock y blues y jazz y grass. El público, inquieto, busca desenterrar las letras entre esa hermosa maraña de cuerdas, batería y la voz como salida de una taberna. No gangosa, ni puberta: de aguamielero, de vagabundo profeta.
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Tras el concierto, en los túneles del Metro Auditorio, revienta “All Along the Watchtower”. Toda la discografía por $10 pesos. Aquí es donde pertenece Dylan, en el subsuelo, en la guarida de la solitaria mecánica que recorre con su ronquido efímero, volátil, la ciudad.
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No se da aires de Mesías como ese irlandés folklórico y de gafas oscuras que muchos de los presentes, seguro, veneran. No proyecta imágenes de W. Bush y niños africanos. Sólo le basta reventar con “Masters of War”, en un tono más lúgubre que los mugidos de un matadero, para recordarnos que el mundo suda la misma mierda que hace 40 años. “And I’ll stand-on-your-grave-till-I’m-sure-that-you-are-dead”, sentencia.
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Y la armónica. El grito. Un efímero, endeble, puente al pasado.
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“Es un como un expresionista abstracto”, dice una extranjera cincuentona, embelesada, a mi lado, mientras Dylan se arrastra por las estrofas de “Lay Lady Lay”, tornando lo romántico en terrible; el amor en desamor o pasión descarnada.

Después lo sabré: la mujer es una mordaz, enjundiosa pintora.
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Nadie puede seguir el ritmo (nuevo, western, deslumbrante). Quien haya venido a cantar, que se largue.
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Dylan es un antídoto contra la artera inmovilidad del mundo, ese malestar de una cultura que no quiere sorprenderse.
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Como el organismo que es, la obra de Dylan no deja de evolucionar, de desdoblarse. Por eso desanima la estupidez de sus detractores; el público hermético, estático. Sus más recientes discos, que abarcan del caleidoscópico Time Out of Mind (de 1997, y producido por Daniel Lanois) al frenético Modern Times (de 2007, y alusión al filme de Chaplin), pasando por la revisión country que es Love and Theft (lanzado, ironía, el 11 de septiembre de 2001), conforman una trilogía consumada. Y en concierto, aún las canciones grabadas en 2007 adquieren una nueva dimensión. Alguna vez se le acusó de ser un gran emulador, un copy cat singer. Aquí, Dylan disecciona los estilos musicales que le obsesionan, incorporando instrumentos como el banjo o el clavecín, ofreciendo, a la par, letras que se olvidan de la protesta –él, sin embargo, escupe sobre todas las banderas que los incautos quieren que enarbole; su música violenta el status quo, pero lo hace como todo arte que rompe el orden natural de las cosas, no como burdo panfleto– y se adentran, con esa ironía tan suya –y de Villon, Kerouac, Burroughs…– a los derroteros de la mortalidad (un himno, “Tryin’ to Get to Heaven”: “They tell me everything is gonna be alright, but I don’t know what alright even means”), la dicha pasajera (en “Thunder on the Mountain” le canta a Alicia Keys) y la cotidianeidad rural (“Workingman’s Blues #2”).

Es y no es Dylan. Y viceversa.
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Ayer: Woody Guthrie, Joan Baez, Simon & Garfunkel, Cat Stevens, Bob Dylan.
Hoy: Woody Guthrie, Jacques Brel, Tom Waits, Leonard Cohen, Nick Cave, Bob Dylan.
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Parece que el director Todd Hayes descifró la manera de describir a Bob: saberse, de inicio, derrotado. Una biopic tradicional sería un escupitajo sobre las andanzas de un hombre de identidad esquiva, al más puro estilo de un personaje de Patricia Highsmith. Por esto, Hayes configura en I’m Not There (titulada parca, burdamente como Mi historia sin mí en la cartelera nacional) un afortunado kaleidoscopio en que seis actores diferentes interpretan al poeta. Hay un bufón alucinógeno (Cate Blanchett), un vaquero a la Pekinpah (Richard Gere), un actor abatido por la melancolía y la fama (cruel paralelo, Heath Ledger), un folk singer confundido (Christian Bale), un adolescente mitómano que se hace pasar por Woody Guthrie (Marcus Carl Franklin) y un joven beat que dice llamarse Arthur Rimbaud (Ben Whishaw).
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Pero Dylan mismo nos ofreció ya una pista. Rumbo al ocaso de su autobiografía, Chronicles: Volume One, recuerda:

…someplace along the line Suze had also introduced me to the poetry of French Symbolist poet Arthur Rimbaud. That was a big deal, too. I came along one of his letters called ‘Je est un autre’, which translates into ‘I is someone else’”.

El ser como hecho indescriptible.
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Hoy se da el lujo, cabrón, de aparecer en un comercial de Victoria’s Secret rodeado por ángeles de muslos y pechos generosos. Y de poner a Scarlett Johansson en los fotogramas de su más reciente video, “When the Deal Goes Down” –evocación a la Americana más pura, la de los Super 8 caseros, deslavado ámbar de tiempo–.

Debería repartir, en esta Tierra oxidada, su Viagra creativo.

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