2.2.09
..:: piracanto, coldstone ::..
Desde chico tengo una condición por la cual mi cuerpo no procesa bien el azúcar: no soy diabético, pero cuando me falta me pongo pálido y vomito; cuando me sobra, se me ponen rojas las orejas y después me pongo pálido. Como hoy. Comimos con K y B: tacos de camarón, tostada de jaiba, cerveza campechana, gringa de pescado. Y después, caminando rumbo a casa mientras les contaba mi primer paseo ciclista por Reforma y Chapultepec, nos detuvimos en Coldstone para comer un helado. Lo sabía: mi organismo, que procesaba entonces las salsas y la cebolla y los mariscos, no lo aguantaría. Pero lo pedí: el helado más grande que he comido jamás, revuelto con crema batida, galleta, blueberries, fresas, en una canasta waffleada. No sé si fue un impulso valemadrista o un pequeño acto de autodestrucción. Heme aquí, ahora, pálido, envuelto en una cobija, hiperactivo pero sin fuerzas, después de leer las primeras páginas del Infinite Jest del reciente suicida David Foster Wallace -es un libro difícil de manipular, como el A Suitable Boy que acabo de regalarle a G, demasiadas páginas para mis dedos torpes, uno de esos volúmenes que se tienen que leer en una librería, sobre una mesa–, melancólico después de que el hermano del protagonista le recuerda una anécdota infantil que involucra un jardín y un trozo de moho, y de pronto yo recuerdo las mías propias, los pasteles de lodo y ramas y bolitas de piracanto que le hacía a mi hermana, en una época en que todo era sencillo y mi mayor preocupación era haberle dado un pelotazo al medidor de agua, una época en que el comer una de esas bolitas de piracanto, supuestamente venenosas, era lo más cercano a un dolor autoinfringido, a un peligro inminente.
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Pero yo vi cómo disfrutaste ese helado y ese torrente demencial de mariscos... así que creo que puedo decir... VALIÓ LA PENA.
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